Los cuerpos del verano – Capítulo 1

A continuación presentamos el primer capítulo de Los cuerpos del verano, primera novela del argentino Martín Felipe Castagnet.

 


 

1.1

Es bueno tener otra vez cuerpo, aunque sea este cuerpo gordo de mujer que nadie más quiere, y salir a caminar por la vereda para sentir la rugosidad del mundo. El calor me satura la piel. Los ojos se entrecierran: hace poco ninguna luz era demasiada para mí. También me gusta toser hasta quedar ronco, regresar al cuarto y oler la ropa usada.

Los nietos de Teo me ayudan a dar mis primeros pasos. Sostienen mi batería, caminan y se ríen mientras giran sobre sí mismos. El trayecto va desde la casa hasta la esquina y de regreso. Llegamos a la meta y festejan. Paso la mano por la cabeza del más pequeño y le digo: «Qué vibrante tenés el pelo»; mi voz me resulta extraña.

Teo me hace señas sentado desde los escalones frente a la puerta. Abre la boca pero la vejez le impide hablar; él también sonríe y mueve la cabeza como diciendo que sí. Tomo la mano de mi hijo, hinchada como una bolsa llena de hielo, pero que aprieta fuerte.

1.2

En medio de la noche quiero bajar hasta la cocina. Los síntomas después de regresar de la flotación son poco sueño y mucha hambre. La esposa de mi nieto me dejó un bol lleno de cereales y frutas que se acabó rápido.

Gales insistió en que durmiera en el cuarto principal, ubicado en la planta baja, pero preferí dormir en el de invitados; el médico lo consintió. Ahora me arrepiento, mientras arrastro la batería con ruedas por la escalera; hace mucho ruido. La luz está apagada. Sudo. Tropiezo con cosas; no debo caerme.

Incluso después de vivir tantos años en flotación, todavía me es natural considerar esta casa como mi hogar. Pero todo está cambiado; regresé a casa como luego de una inundación. La ola que arrasó la superficie de las cosas y movió los electrodomésticos de lugar tiñó las paredes con otros colores y deformó el tamaño de los muebles.

Me apoyo contra las paredes para llegar hasta la cocina. La heladera está llena de cosas que no puedo comer mientras dure la adaptación. Un casillero indica la estabilidad de la conexión wifi; la heladera es consciente de su propio contenido: cualquier elemento nuevo o eliminado se agregará al registro. Cierro rápido la puerta para no tentarme y porque su luz me hace parpadear.

Las naranjas están en el mismo lugar pero en un canasto nuevo. Los cubiertos se guardan en otro cajón. El cuchillo que usé hace años sigue igual de filoso; quizás sea otro. No reconozco los platos. Aparto una silla nueva para sentarme en la mesa vieja. Una diferencia extraña: antes la casa estaba deteriorada; ahora está reluciente. Alguien llamado Cuzco se encarga de limpiar la casa los días hábiles; aún no lo conozco.

Pelo la naranja; el olor me recuerda a mi padre. Aparto la cáscara con movimientos lentos; quito los pellejos blancos de los gajos antes de comerlos. Separo con la lengua los gajos en porciones más pequeñas. Chupo las semillas como si fueran caramelos; las escupo como si fueran chicles.

El cable de la batería me entorpece el regreso al cuarto. Quisiera no tener que cargarla, pero es el único modelo que pudo pagar mi familia. Hago una pausa en el espejo del baño: veo una señora gorda y bajita, sobrenaturalmente linda.

1.3

Lo primero que hice cuando estuve a solas fue meterme los dedos en la concha. No sentí nada. Acostado en la cama del hospital, la ventana hermética pero sin cortinas, observaba mi batería por primera vez, enchufada a mi cuerpo como una correa entre el perro y su amo. Los médicos querían que durmiera. Mi mente estaba fresca aunque el cerebro fuera usado; si la cabeza tenía algún historial, había sido bien borrado. Las rodillas todavía no respondían, pero el resto del cuerpo sí. La mente interpreta el fin del estado de flotación como el fin de un calambre; la ausencia de pito, en cambio, se asemeja al síndrome de miembro fantasma que sufren algunos amputados.

1.4

Los nietos de Teo quieren jugar al fútbol conmigo. Les explico que no puedo, que este cuerpo es frágil. «Imagínense mi piel como la cáscara de una banana». La pelota es una bola de fuego que ejerce en mí una fuerza de atracción varias veces mayor que su tamaño; quisiera retroceder pero permanezco quieto, en el borde del jardín. La pelota llega hacia mí. La freno con el pie, pero no me animo a patear. Me quema las manos cuando la arrojo hacia los chicos.
Sonrío mientras me hago pis. Lo interpreto como una falla, como haría al escuchar un ruidito dentro del auto; luego lo disfruto, de pie, en un mediodía cada vez más fuerte. No me quiero mover: ni para ir al baño ni para abandonar el sol. Soy un árbol con el tronco meado por algún perro.

Minutos después, el pañal cargado me irrita y la piel está hinchada de tanto calor. Me da vergüenza pedirle ayuda a la esposa de mi nieto. Septiembre tiene una beca de investigación y trabaja en la casa la mayor parte del día. Me acompaña al baño, me cambia el pañal. Está acostumbrada a ayudar a mi hijo Teo, su suegro. Septiembre no se acuerda, o no quiere recordar, que yo tenía su edad cuando me morí.

1.5

El resplandor de la computadora es permanente.

Los psicólogos me permitieron utilizarla en pequeñas dosis; el período de abstinencia a internet luego del estado de flotación puede ser duro. Es cierto que yo siento la tentación por la red incluso frente a la heladera. Si resisto el impulso es únicamente por miedo. No sabría cómo manejar la pantalla táctil, el teclado sin teclas, con estos dedos gordos.

Merodeo cada espacio de la casa iluminado por algún monitor. Cuando no aguanto más las ganas de que la red me chupe como un mosquito me alejo hacia el único dormitorio que no cuenta con conexión. Teo está sentado en su cama; sus frases son cortas, e incluso las separa en sílabas para tomar aire. «Desnudo en el chu-bas-co». Yo completo como puedo: «¿Estás recordando algo de cuando eras chico?». Afirma con la cabeza. «Sobre mi ca-ba-llo desnudo». Gesticula mucho pero lento. Debe tener calor, pienso, y le acerco un vaso de agua. A veces está más despierto; otras veces está en el pasado, donde yo no lo pude acompañar. Era Adela la que los llevaba al campo mientras yo estaba en flotación y esperaba su regreso para que me contaran lo que había sucedido. Todavía tengo registros de cada conversación, si tan solo me conectara y me animara a releerlos.

Dejo el cuarto de Teo, que murmura algo sobre un bebé y el mosquitero. Camino hacia una computadora lo más rápido que me permite la batería. Me siento en un sillón dentro del rango permitido para realizar las indicaciones verbales que me guíen por la red con mi voz ridículamente rasposa; quiero evitar tocar la pantalla transparente y fría. Podría jurar que huele a sangre, a líquido amniótico; sé que son mis sentidos, sobrestimulados por regresar al espacio donde viví una vida entera. En internet me esperan mis muertos.

1.6

Es raro estar del lado de afuera; me acerco a la pantalla como si fuera una pecera. Yo supe ser un pez y ahora camino de nuevo en la tierra. Hay varios amigos míos, algunos primos, compañeros de trabajo. La mayoría murió justo después de que yo lo hiciera; otros hace unas semanas. La mayoría quizás acepte regresar a un cuerpo algún día; otros no van a querer volver nunca.

Internet ahora es transparente y personal, nunca privada. Cada búsqueda tiene una marca digital ineludible y fácil de seguir: un sendero trazado sobre la nieve, deslumbrante tanto para los vivos como para los muertos. En la época en la que yo ingresé, los muertos estaban encapsulados en módulos a los que solo se accedía pagando. Ahora flotan a lo largo de la red.

En uno de los nodos me encuentro con amigos que jamás conocí en la vida real; mejor dicho, en vida. No sé cómo van a reaccionar conmigo; ahora que asumí un cuerpo es posible que me rechacen. Existe una empatía entre los muertos, así como la puede haber entre sordos, entre científicos de la misma rama, entre fanáticos de una misma película; somos veteranos de una guerra que se extiende durante una tregua infinita. «Hola Rama», me saludan, como si no hubiera cambiado nada; quizás sea porque para ellos no cambió nada. Unos días fuera del estado de flotación, saturado de tantas superficies blandas y aromas agrios y sabores ácidos, y ya me olvido cómo era estar ahí adentro.
Pero hoy no me interesa hablar con ellos, y Vera no aparece disponible. Tampoco quiero entrar a revisar los viejos historiales de conversación. Lo que quiero hacer, con unas ganas que me perforan los tímpanos y me revientan el apéndice, es hallar a mi antiguo mejor amigo y encontrar la descendencia de mi esposa.


 

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