Foto: Vera Lentz

1. Múnich, 1956.

Un joven peruano encerrado por el frío brutal en un cuartito alquilado de una casa de una familia alemana obrera.

«Esta habitación (…) hizo que evocara la vida en el Perú, la vida en Lima, el buen tiempo, la primavera, las verduras, los árboles y, de pronto, sin ningún propósito deliberado de escribir nada largo, empecé a contar unas vacaciones que había pasado de adolescente en la sierra (…) y esto duró tres meses (…) Después, cuando comenzó el deshielo y cuando pasaron las primeras golondrinas (…), me di cuenta de que la novela estaba terminada y la había escrito en un estado casi de sonambulismo, porque recuerdo que había perdido casi todo contacto con la realidad».

Ribeyro –esto lo cuenta ya mayor, en una charla en que recapitula toda su obra– tenía veintiséis años. Gozaba de una beca para aprender alemán y había publicado un año antes Los gallinazos sin plumas (libro que ya mostraba a un cuentista notable y que había recibido un reconocimiento unánime).

Anhelaba embarcarse en el proyecto de una novela, pero su realización le resultaba esquiva. «Me seduce la idea de la novela, ¿pero cómo escribirla?», se pregunta en 1955 en una entrada madrileña de su diario. Y, más tarde, cuando ya había avanzado algunos tramos, lo asalta el desaliento: «Ausencia total de ideas. El asunto de mi novela me preocupa (…) Veo con pavor que día a día voy perdiendo el entusiasmo (…)». También: «Mi novela perece por inanición. He tomado la decisión de interrumpirla. En realidad, el plan que me propuse era demasiado ambicioso (…)».

Y ahora, de pronto, se le aparecía el impulso necesario para empezar una y casi terminarla (la habría de acabar dos años después en el Perú, en un hotel de Chosica, cuando volvió a su manuscrito, lo trascribió y le agregó un capítulo).

La novela de un hombre que recuerda. Y los recuerdos lo descentran. O, mejor, lo llevan hacia su propio centro.

2. La memoria, el motor.

Natalia Ginzburg dice que, cuando uno escribe, se siente milagrosamente impulsado a ignorar las circunstancias presentes de la propia vida. Dice también que, cuando somos felices, nuestra fantasía adquiere más fuerza. Cuando somos infelices, en cambio, nuestra memoria es la que domina.

La memoria es entonces uno de los territorios donde la escritura se revela y se asienta; pero es, también, el combustible que hace circular las palabras, las imágenes, la imaginación.

En la nota que el autor suma a la edición española de Crónica de San Gabriel (a la que sigue esta edición), Ribeyro confiesa precisamente que lo que lo empujó a escribir esta novela fue la necesidad de combatir un «estado depresivo». Y los recuerdos fueron tomando su propio ritmo. «(…) Fue un movimiento espontáneo», leemos en otro fragmento de su diario, «a tal punto indeliberado que, al poner la primera línea, no sabía qué cosa es lo que empezaba y aún no sé qué cosa es lo que saldrá».

Cuando la memoria se activa, evocamos un tiempo ya clausurado y recuperamos igualmente ciertos espacios perdidos. Espacio y memoria se juntan para crear, a través de la escritura, un mundo arcádico o, al menos, más tolerable o deseable de lo que en verdad fue.

Crónica de San Gabriel puede ser leída en esa clave. Alguien que sale de un modo inesperado de su entorno –la ciudad– y debe regresar a él muy pronto, al no encontrar un norte o un sentido en el nuevo escenario –el campo–. El relato que se ofrece da cuenta de esa frustración, de la imposibilidad de adecuarse a un nuevo espacio y, sin embargo, la escritura hace posible una reconciliación.

¿No es sintomático que, en un principio, la novela fuera a llamarse Crónica de un reino perdido? Ese reino perdido alude, ciertamente, a la decadencia y ruina de la hacienda que termina por arrastrar a todos los personajes; pero, también, al incumplimiento de una promesa –la de la experiencia amorosa– que representaba para el protagonista San Gabriel.

3. Fuera del boom.

Lo dice muy bien Juan Gabriel Vásquez en su ensayo Diario de un diario: «(…) Nacido en 1929, (Ribeyro) es quince años menor que Cortázar, dos años menor que García Márquez, un año menor que Fuentes, apenas siete años mayor que Vargas Llosa. Es decir, era un estricto escritor del boom latinoamericano. Y sin embargo, poco o nada tuvo que ver con el fenómeno narrativo que estos nombres encabezaron. No se piensa en el boom cuando se piensa en Ribeyro. No se piensa en Ribeyro cuando se piensa en el boom. Ribeyro vive en otra parte, fuera de lo que Carlos Fuentes bautizó, en su momento, como la “nueva novela latinoamericana”. Bien mirada, la cosa tiene lógica: Ribeyro era latinoamericano solo a pesar de sí mismo; pero no se puede decir que fuera novelista, y definitivamente, definitivamente, no era nuevo».

¿No era latinoamericano? Probablemente no de una manera idiosincrásica, si se auscultan sus lecturas y sus intereses. Leía con atención a sus contemporáneos (peruanos y extranjeros), pero su sensibilidad estaba más cerca de los autores de la tradición decimonónica europea. No la frecuentaba, por cierto, para una imposible vuelta al pasado, sino para incorporar sus propios temas: era un instrumento moldeable –afín a sus gustos y a su personalidad– que le permitía abordar nuevos espacios –los de la urbe moderna– y desde allí aportar nuevas significaciones. Lo suyo era, pues, una puesta al día del realismo a través de la memoria y la imaginación. Tampoco estaba entre sus prioridades adscribirse a una agenda regional. «En la novela latinoamericana actual», responde en una entrevista, «a mí me fastidia esa insistencia, esa fascinación que tiene los escritores latinoamericanos por demostrar que son latinoamericanos (…)».

¿No era novelista? No si se piensa en que su modo de narrar era esencialmente lineal, lógico y concentrado, casi siempre respetuoso de la unidad de acción, de lugar y de tiempo. Y las novelas que escribe se escapan de los cánones imperantes en aquellos años (los sesenta y setenta): grandes frescos sociales, con experimentaciones notorias en el lenguaje y la estructura. Y Ribeyro lo sabía perfectamente: «(Lo que se) busca en la literatura latinoamericana (son) las grandes acciones, los personajes coloreados, los inmensos espacios, las fuerzas telúricas, los fenómenos sociales o de grupo (…) Y el mundo de mis libros, hélas, es un mundo más bien sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso, poblado por pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas, marginados, que viven fuera de la historia».

Tampoco era «nuevo» en términos estrictos. A pesar de sus intentos por explorar las herramientas narrativas (pienso, por ejemplo, en los relatos del segundo tomo de La palabra del mudo, que juegan muy bien con el tiempo y el espacio), siempre obraba en su contra el prejuicio que generaba su estilo «clásico». Todo lo demás que había de nuevo en su obra –la inauguración de la narrativa urbana, el descubrimiento de la clase media emergente, el tratamiento no indigenista de lo andino, la inquietud metafísica, el simbolismo desrealizador, el humor, la ironía y el juego intertextual– fue opacado, dentro del contexto peruano, por el afán totalizante y el experimentalismo virtuoso de Vargas Llosa. En lo profundo, por lo demás, rechazaba el entusiasmo por el uso de técnicas sofisticadas que buscaban ocultar lo artificioso y convencional de la escritura y conferirle a los textos una aureola de novedad. «Creo que en la literatura latinoamericana», escribe en una de sus Prosas apátridas, «hay una tendencia a sobrevalorar la técnica (…) Nada envejece tan rápido como los procedimientos. Hay quienes disfrazan una visión banal, simplista y vieja de la realidad con una técnica modernista. Como si la modernidad fuera cuestión de técnica (…) La modernidad no reside en los recursos que se emplean para escribir, sino en la forma de aprender la realidad. Un escritor que sigue pensando como hace cincuenta años será un escritor caduco aunque eche mano de todos los recursos inventados por Joyce, Faulkner y Robe-Grillet juntos».

Hablaba de la mirada. De una voz auténtica y reconocible. De aquello que hace que un artista sea valioso y perdurable por encima de las formas y las modas. Eso lo tenía ganado desde su primer libro y, luego de convencerse de sus límites para la innovación (pese a su desconfianza, empleó el multiperspectivismo, el monólogo interior y la ausencia de puntuación en algunos relatos y en Cambio de guardia), se abocó plenamente a afinar y consolidar su patrimonio.

El resultado: se quedó en los extramuros del boom. Un lugar en el que habría de encontrarse con excelente compañía: Mario Levrero, Clarice Lispector, Salvador Elizondo, Juan José Saer, Jorge Ibarguengoitia y, claro, Luis Loayza, con quien comparte más de una seña de identidad: estilo preciso, armonioso y elegante, y elevados logros en el cuento y el ensayo.

4. El sobreviviente.

Y sin embargo, Ribeyro ha sobrevivido al paso del tiempo.

Más aún, en las últimas décadas, su reconocimiento no ha hecho sino crecer entre los lectores y la crítica. De manera especial, los escritores latinoamericanos de las nuevas generaciones encuentran en su trabajo una fuente de inspiración y hasta una influencia estética.

La razón parece ser evidente: en un mundo radicalmente individualista y que invita al escepticismo, y que por lo mismo llama a desistir de los grandes relatos explicativos, su literatura se presenta como pionera de los caminos que actualmente se exploran: las historias de personajes subalternos, más bien grises, que, pese a su carácter anodino o rutinario, arrojan una luz intensa sobre la experiencia humana y el mundo que nos rodea. Los rasgos de su actitud frente al oficio, además –el profundo diálogo entre literatura y vida, la permanente reflexión sobre lo que se lee y se escribe, la inclinación por formas no ficcionales o consideradas «menores», el descreimiento y aun la presencia del fracaso como parte de la creación–, son un elemento muy atractivo para los narradores contemporáneos.

Lo que Ribeyro aprendió y ha dejado como legado para las nuevas generaciones podría ser esto: la modernidad no se consigue con la novedad de las técnicas, sino con la actitud hacia lo literario. Se trata, una vez más, de una cuestión de mirada.

5. Esencia depurada.

¿Qué papel ocupa, dentro de esta poética, Crónica de San Gabriel? Ribeyro era un individualista a ultranza que, sin embargo, no vivía de espaldas al mundo. Sus primeros cuentos, imbuidos del realismo crítico propio de su generación, tienen una fuerte carga social y, en muchos casos, denuncian; pero no se atreven a sugerir una salida. Imposible darla: el escepticismo de base de su autor ya estaba presente y se haría cada vez más arraigado. Por eso, en sus cuentos de madurez, esa pulsión, esa manera de ver el mundo, se hace más intensa. Ya había comprendido, quizá, que la Arcadia –de existir– no podía ser social, sino tan solo personal, melancólicamente perdida en el tiempo de lo ya vivido y solo recuperable en el momento de la escritura.

El cuento, además, es en sí mismo un género romántico, individualista, que opera en una parcela muy concreta de la realidad. Es el vehículo más apropiado para captar lo fragmentario, la imposibilidad de acceder al sentido de la existencia. Por eso Ribeyro lo adoptó con naturalidad desde temprano y supo hacer de él, a lo largo de su obra, uno de sus territorios más fecundos. Por eso, además, le vinieron tan bien sus formas afines: el diario, el aforismo, las cartas.

Crónica de San Gabriel tal vez sea, entonces, una de las expresiones más depuradas de la sensibilidad ribeyriana: su protagonista es un solitario que debe salir de su estatismo, que se ve obligado a abandonar su pequeño universo personal para integrarse a un mundo complejo cuyas leyes no comprende. Ese solitario por naturaleza mira las cosas a la distancia y contempla la inevitabilidad de su propio fracaso, pero, a pesar de eso, aspira a atrapar lo permanente, lo esencial de su experiencia a través de esa pasión inútil que es la escritura. «(…)Tenía la impresión de que algo había quedado allí perdido para siempre, un estilo de vida, tal vez, o un destino, al cual había renunciado para llevar y conservar más puramente mi testimonio(…)», leemos en el tramo final de la novela.

Abrazar la escritura supone una pérdida y una renuncia. Y la recompensa que se obtiene por ello es apenas comunicable. Un fogonazo que se confunde con la tiniebla. Un destello oscilante. Una figura que se entrevé en el arabesco de múltiples formas. La inminencia de una revelación que no se produce. Una verdad muy pequeña, casi secreta, nacida en las márgenes de la existencia; pero contundente.

6. Paradoja final.

En sus últimos años de vida, Borges afirmaba que con el tiempo se había resignado a ser Borges. Decía también que cada obra va dibujando, acaso sin premeditación, una figura: la del rostro de su propio autor.

Hasta antes de alcanzar la madurez creativa, Ribeyro quiso adaptarse a su tiempo, ser parte del espíritu de su época, pero terminó por dejarse llevar por las particularidades de su personalidad, por su naturaleza más íntima. El camino que recorrió fue el de alguien que se reconoce en la escritura, que se acepta en sus límites y posibilidades, y acaso Crónica de San Gabriel constituya el testimonio más alto, más bello y honesto, de ese proceso.

Hoy, a más de cincuenta años de su primera edición y a veinte de la muerte de su autor, tenemos la oportunidad de volver este libro central en nuestra literatura, de leerlo en el contexto de un obra cuyo signo es la heterogeneidad y el fragmento pero que, vista en su conjunto, tiene una fuerza y una coherencia que permanecen y que continúan interpelándonos y mostrándonos quiénes somos.

 

Marco García Falcón
Lima, noviembre de 2014


 

* Prólogo de Crónica de San Gabriel de Julio Ramón Ribeyro (Pesopluma, 2014).

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