A cuarenta años de la aparición del libro que salvó la obra de Luis Hernández del olvido, recordamos a uno de nuestros autores predilectos con el prólogo que acompañó esa hermoso volumen compilado en 1978 por Nicolás Yerovi.
Prólogo
Alguien que dialogaba en voz alta con gloriosos fantasmas, vestía invariablemente de blanco, caminaba con el perfecto cansancio del corredor de fondo, escogía excesivamente las palabras, como quien se depila el bigote; alguien así era Luis Hernández, que una tarde invernal de Miraflores conocí hacia 1968. Era un hombre extraño que gozaba sabiéndose así; desconcertando a los demás.
La idiota fruición de los años nos deparó en lo sucesivo tan solo unos breves encuentros. Claro es que yo sabía desde la primera vez acerca de sus versos primeros; pero mi interés no pasaba de ser un diletante con maneras deleitosas de bohemio.
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Orilla fue su primer libro. Nació de la pequeña imprenta manual de Javier Sologuren, quien tanto hiciera por la difusión de la obra de los poetas que empezaron a publicar por 1960.
Más que un libro una plaquette, Orilla nos ofrece un Hernández poseído por la soledad más perfecta: natura y yo. No aparece la compañía de humano. Desde el epígrafe de Mauriac: «¿Quién soy yo, / ser sin forma / que el océano roe?», se alcanza a contemplar lo que de diálogo entre la naturaleza y el poeta tiene esta plaquette. La intimidad del tono es evidente. El goce y la tristeza se nos dan en uno solo; pero eso, sí, definitivamente quietos. No pasiones. No voracidades. La soledad asiste:
He cubierto en el mar
El vacío
Entre estrella y estrella
Creyéndolas mías;
Mas la noche muere
Y estoy tan solo
Como antes.
Si hay algo que puede definir este libro primero, ese algo es la contemplación, su orfandad y regocijo.
Charlie Melnik, publicado el siguiente año, nos brindará una apertura humana a la soledad de natura con que se refocilaba el poeta en el libro anterior. Charlie Melnik: este es un personaje que a mi guisa, no es otro sino Hernández en Orilla, alguien no preocupado por compañía ni función social. Esto se colige a partir de la lectura de «La canción de Charlie», un poema en tres cuerpos que sin obstáculos podría figurar en Orilla con el supuesto temático y formal que ello significa:
Puedo llegar al mar
Con la sola alegría
De mis cantos.
Charlie Melnik es el poeta primero, el que ya vimos, él frente al mar. Aquí el lirismo de Hernández logra uno de sus puntos más altos y la simpleza del lenguaje colabora. Se extrae al compañero, al amigo, al uno mismo por decirlo con verdad:
Quién, qué lluvia
Hará surgir el día.
Ahora que no regresas
Desde tu noche perfecta.
Cierto es que Orilla y Charlie Melnik representan un hermoso tributo a lecturas del 27 español y aun autores anteriores como Jiménez. Tampoco diré que son obras geniales, al menos Orilla. Sin embargo, la personalidad del verso va perfilándose como una orfebrería delicada e impecable en su perfección, en sus acabados.
La publicación de Las constelaciones marca nuevos logros en el trabajo de Hernández. Nuevos y distintos, diversos. Tanto, que me atrevería a decir que aquí se nos ofrece un verdadero muestrario de cada uno y todos los caminos que su verso habría de transitar en los años venideros. Me atrevería, digo, pero no me atrevo. Este libro revelará a Hernández absolviendo con soltura los riesgos de la madurez poética, haciendo y deshaciendo la metáfora, la elipsis, el pleonasmo, la paradoja. En «Los signos del zodiaco» aparece un desarrollo de la poesía a partir de motivaciones astrológicas cuya lógica no encierra —al menos en apariencia— otra cosa que el misterio de ambas disciplinas: Poesía y Astrología. Mas lo ciertamente remarcable, está constituido por la adultez en el manejo del idioma o sus centellas. EI lenguaje ya se halla desposeído de secretos y la seguridad en el juego de la pluma nos prodiga audacia de imágenes, impecable precisión:
Inimitable es esta melodía:
Hacia estanque las tardes que bebimos en las calmas oleosas.
Hacia furia conduce esta canción.
Aunque el dulce Noviembre.
Nos derribe en estrellas,
Elevados.
Y no digo más porque el libro lo habrán ustedes de leer. Pasemos a «Los muertos», donde un poema recuerda con agudo lirismo al buen Chopin, y otro referido a Galileo se entretiene con un elemento que habrá de usar en sus obras ulteriores y que aquí se anuncia: el humor:
Galileo:
Deberías poseer Gloria Swanson
En un set de palmeras.
La aparición de palabras en idiomas extranjeros es otra de las novedades que presenta este capítulo, así, el poema para Ezra Pound. Y más adelante, la presencia de un tono coloquial donde la fabla de barrio, un cálido, burlesco, limeñísimo intimismo, también nos llama la atención:
Ezra:
Sé que si llegaras a mi barrio
Los muchachos dirían en la esquina:
Que tal viejo ché’ su madre,
Y yo habría de volver a ser el muerto
Que a tu sombra escribiera salmodiando
Unas frases ideales a mi oboe.
Como se ve, en este mismo capítulo observamos por primera vez, ya no la alusión a personajes abstractos o reales para la conciencia del poeta, sino por el contrario la referencia a músicos y escritores, característica que posteriormente abundará en el trabajo de Luis. Esto se repetirá en el capítulo titulado «Beethoven» (como resulta evidente), y en el otro, en el final, «Canto de Pisac», hasta un soneto endecasílabo enhebrado con oficio.
A diferencia de sus libros anteriores, en Las constelaciones encontramos un Hernández que maneja más pluralmente su palabra en lo que a tono y tonalidades se refiere, idiomas y personajes, alusiones inequívocas y significativas al fenómeno musical que antes no figuraban.
Yo sé que alguien discurrirá algún día sobre lo mismo; pero pienso que en Las constelaciones se nos ofrecen en conjunto los caracteres primordiales de la que hasta hoy ha sido la obra inédita de Luis Hernández, un talentoso alarde de buen gusto en la original manera.
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Fue a raíz de un fortuito vaso de cerveza y una aún más casual conversación, que a inicios de 1975 tuve noticia de sus últimos trabajos; además del curioso destino que el poeta les daba. Supe aquella vez que desde 1965, fecha en que Hernández obtuviera una discutida mención honrosa en el Premio Poeta Joven del Perú, nuestro autor habíase dedicado a escribir poemas en humildes cuadernos de espiral con plumones y lápices de colores, para regalarlos luego a personas diversas —diestro y siniestro— sin el menor afán de conservación de los mismos. Bastó que consiguiera leer algunos cuadernos para decidirme a la tarea de recopilarlos y elaborar un estudio sobre ellos para mi tesis doctoral. Con tal fin, entrevisté a Luis confiándole mis planes, solicitando su ayuda para llevar a efecto mis deseos. Así, después de varios años yo lo vi: el mismo. El título de Doctor en Medicina reposaba en una pared con el igual y desvaído aplomo que usaba Hernández para ejercer como médico de barrio. Quizá las patillas más largas o la charla menos fácil. Lo cierto es que me vi absorbido por el estudio de una obra azarosa, febril, vigorosamente original.
Llegué a reunir hasta veintiocho cuadernos ológrafos de Luis. Solo lo costoso de una edición facsímil nos impide ofrecer ahora al lector ese alucinante universo de colores detenidos a medio camino entre el disparate y la genialidad. La letra es dibujada y no es uno, son varios los tipos de letra. A veces enorme, a veces diminuta, la caligrafía de poeta en estos cuadernos persigue la profunda intención de crear una edición limitadísima; pero que cumpla a cabalidad, estrictamente, con el deseo de su autor en lo relativo a presentación y galimatías.
Cierto es que este trabajo ológrafo representó algunas dificultades para ser llevado a la mecanografía, puesto que algunos versos estaban cortados a tajo por la dimensión de cada hoja del cuaderno, y fue aquí donde se hizo indispensable consultar a Luis, preguntarle por cada verso, disfrutar la oscuridad de sus aciertos.
Finita la recopilación, y convencido de que la obra de Hernández era merecedora con largueza de una publicación, algo dentro de mí se halló inmerso en polémica perenne: la naturaleza de las notas. Comprendía que —sobre todo en lo relativo a la obra inédita— sería de cierta utilidad la inserción de breves datos biográficos de los personajes aludidos en los poemas: pintores, músicos, escritores y hasta fisiólogos. Así se hizo, con el propósito de poner la obra de Hernández al alcance del público no especializado en malabares literarios. Consideré también las traducciones de los versos en idiomas extranjeros que van desde el holandés, italiano, francés, alemán, e inglés, hasta el latín. Por último, me tomé la libertad de incluir algunas opiniones de Hernández sobre ciertos puntos algo sombríos al entendimiento, reveladas a un servidor en la serie de conversaciones salpimentadas que sostuviéramos con motivo de este trabajo. Así se hicieron la recopilación y las notas a la presente edición que, gracias al reconocido amor de Omar Ames por la poesía, pueden ustedes leer ahora. Lo demás son versos.
Un detalle que se me quedaba en el tintero es el referente a la metodología de la recopilación. Es elemental. Préstamelo para pasarlo a máquina y eso era todo. En lo que concierne a la obra publicada debo agradecer a Toño Cisneros el haberme facilitado las ediciones, hoy por hoy, prácticamente inhallables. El mismo Hernández no tenía en su poder ni uno solo de los cuadernos ológrafos. Todos habían sido regalados. Hube de recurrir a la generosidad de los artistas Iván Larco y Luis La Hoz, así como a la de varias otras personas entre las cuales incluyo a un joven amigo de Hernández convaleciente de hepatitis y a una señora relacionada con la familia, para poder transcribir lo que ustedes habrán de leer en este libro.
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Hay una diferencia elemental de sentido entre la obra publicada y la obra inédita de Hernández. En el primer caso, el poeta ha decidido escribir algo con el propósito de su publicación. Hasta Las constelaciones el autor se ha propuesto crear poesía para los demás. En su obra posterior no existe esta intención. Luis hace poemas para el goce propio y su destinatario individual. El acabado de la obra es distinto, la rigurosidad formal y estructural es esencialmente otra. A través de los veintiocho cuadernos hay varios poemas que se repiten invariables o con leves cambios. No existe el deseo de la edición, y por lo mismo, Hernández escribe sin concebir un libro o unos libros. Todo es fluir de manantial.
El lirismo. Supe que Hernández era un lírico sin remedio, alguien que se cobijaba en el humor para aliviar su indefensa sensibilidad. Y no hay modo más fácil de entender la fina calidad lírica de nuestro poeta que leer algunos versos como estos:
Todo duerme en la ciudad.
Mas no temed,
Pues alguien vela
Por el laxo rebaño que descansa:
Un borracho en la esquina
Con la lámpara votiva
De su trago.
Pero por este mismo y acendrado lirismo, encontramos que el sentimiento de soledad de su primer libro permanece y aparece intermitentemente a lo largo de la obra ológrafa.
Estoy solo.
Pero siempre estoy solo
Porque el Desierto
No admite compañía
Si sobre él anduves.
Esta prístina y voraz soledad, este prístino e inefable lirismo son la baja corriente del cauce poético hernandiano. Mas sucede que Luis no acepta su condición de lírico con absoluta constancia, y más bien, por momentos, se niega a ejercerla:
Tengo algunas astillas
En el corazón
Pero el pasto
Junto al mar
Nos llama a reír.
De allí que el humor sirva de antídoto contra el dolor. El humor, ese otro gran ingrediente de la poesía de Hernández; poesía que por otra parte se desenvuelve exclusivamente en el terreno de una gran ilustración. Por eso su propensión a la onomastología, a la escritura de versos en idiomas extranjeros.
Lirismo, humor, onomastología, idiomas extranjeros. He aquí los caracteres distintivos y, a primera vista, más saltantes de su obra.
¿Qué entiende Luis por poesía y cómo se refleja esto en su propio trabajo? Leamos:
Visto así, la Poesía
Sería creación.
Mas no.
Poesía
Es evitar el dolor
A quienes en tu camino, etc.
Médico, discípulo de Apolo, dios de la medicina y la poesía, Hernández ve en la poesía una manera de evitar el dolor. Y en este sentido su obra premúnase de humor e ingenio. Destruye con el sarcasmo, construye con la sonrisa. Pero su obra también posee singulares alcances en lo que respecta a la concepción misma de lo literario; es, fundamentalmente, desacralizadora del oficio poético y de los moldes más o menos consagrados:
What’s that flower
you have on?
Could it be a faded
rose from days gone bye
Cada día escribo peor
El inglés. Ma lo parlo.
Y la peor gestión
Es la que no se realiza
¿Es esto poesía?
Oui.
No toma en serio a los poetas ni a la Poesía; pero la goza:
Los laureles
Se emplean
En los poetas
Y en los tallarines.
Y desconoce los cauces sociales, o los exagera:
Yo hubiera sido Premio Noel de Física, pero el sol, la cerveza, la playa, la coca cola, los parques, y, un amor, me lo impidieron.
Su obra es la de un gran hereje, la de un infinito iluso. El estilo de su última poesía nos obliga a respetar —para poder leerla— los inusitados virajes del decurso consciente del poeta, y con esto instaura una nueva manera de lo poético, desmañado, despeinado, irreverente pero feliz.
En relación a sus compañeros generacionales la obra de Hernández posee de común su último tono conversacional, su claro culturalismo y referencias a versos en otras lenguas, a la vez que el lirismo y la búsqueda de caminos originales para el Arte de la Poesía. A diferencia de ellos, Hernández acentúa rasgos como la onomastología y las referencias idiomáticas, además, por supuesto, del ingrediente de humor que lo signa definitivamente:
Estimado General:
Nosotros, el General
El General
El General
Y el General
Invitamos a Ud.
El casa del General
Para tratar
De ver
Cuál General
Es más General,
Quizá lo sea Ud.
U otro General
Firma
General
(en representación del General, el General y el General).
Generalmente al finalizar un esbozo de las peculiaridades de cualquier obra poética, se tiene a bien enumerar más ordenadamente que un servidor los principales acápites. Debo confesar que no me asiste tal decencia. Jamás me interesará. Lo importante —creo yo— es haber intentado conceptuar en términos genéricos lo que solo una atenta lectura de Vox horrísona puede decirnos. El título lo dice: latín de los clásicos, socarrona estridencia fonética que se golpea contra el desolado y terrible sentido de la frase.
Es pues la poesía de Hernández una ilustrada heterodoxia, una impecable soledad ornada por el placer más intenso de la belleza, una nueva manera de concebir lo poético y la inspiración de lo poético. Tal la obra de Luis Hernández, una de las más brillantes y originales de la última poesía peruana.
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Nos despedimos bebiendo un jugo de papaya en el Marcantonio. Y mientras Luis viajaba a Buenos Aires donde ahora reside, yo terminaba —no sin cierto rubor— de pulir este prólogo. Este prólogo que ahora releo, con la emoción del iniciado que se mira las manos. Gracias Luis.
Nicolás Yerovi
Lima, 5 de agosto de 1977