“Luisito Hernández, ex campeón de peso welter” tendría hoy 77 años. Sería un señor ya mayor, un poeta respetable, homenajeado y leído. Sería básicamente lo mismo que ya es hoy. ¿Pero por qué lo leemos ahora, cuarenta y un años después de su muerte, sin percibir en su obra un tono añejo, y menos rancio? ¿Y quiénes lo leemos? ¿Su obra es capaz de convocar a los jóvenes como fascinó a sus contemporáneos, cuando era él apenas un joven de 20 años, o como lo hizo con las generaciones intermedias?
No son pocos los elementos de la obra de Luis Hernández que le dan algo que podemos llamar “una juventud eterna”. Voy a nombrar algunos, sin extenderme demasiado. Porque quizás hablar en extenso sobre Luis Hernández entre en directa contradicción con una primera característica de su obra: la concisión. El carácter epigramático de su poesía, con su brevedad y su ingenio, me conduce a imaginarlo tweeteándonos desde donde quiera que se encuentre, posteando en un amable muro de Facebook. Hoy, por ejemplo, en Fiestas Patrias, quizás al lado de una bandera dibujada por él mismo, habría escrito: “Mi país no es Grecia, / Y yo (23) no sé si deba admirar / Un pasado glorioso / Que tampoco es pasado” [“El bosque de los huesos”, Las constelaciones]. Pero a decir verdad, nos hablaría poco de política, y en cambio recogería muchos likes a partir de sentencias sobre todo emotivas y sentimentales, plenas de ternura y de inquietud existencial. Porque todo eso está en sus palabras y más allá de todo tiempo y todo lugar es eso precisamente, es decir la emotividad, la ternura y la inquietud existencial, lo que define la naturaleza de la juventud. Y quizás más claramente de la juventud de ahora, de esa Generación Z que hoy tiene la edad que tenía Hernández cuando escribía, y que ciertamente es mejor que lo que en su momento fuimos nosotros.
¿Qué más aparte de la brevedad y la sentimentalidad de Hernández sintoniza tanto con los jóvenes de hoy? En ese presunto perfil de las redes sociales, Hernández nos hablaría en inglés de vez en cuando, como en su tiempo nadie más que él hacía, o solo había hecho otro joven eterno, Carlos Oquendo de Amat, pero que hoy prácticamente todos hacen. Así, quizás para describirse, eludiendo la inmediatez del español y añadiéndole cierto misterio a su figura a la vez que desnudándose, escribiría “I am a lonely man / You know? / It’s funny” [El curvado universo].
Su espíritu cosmopolita —tan contemporáneo— no quedaría allí: ciudadano cultural del mundo, a través de sus palabras, tal vez de sus fotos, nos acercaríamos a los museos, esos espacios de contemplación perfeccionados en los más recientes cincuenta años. Y recorreríamos con él los lugares dedicados a escritores franceses, alemanes, ingleses o italianos, y por supuesto las ruinas griegas y latinas. Pero además, como tantos viajeros ahora, no se conformaría con Europa, y habría recorrido, con las facilidades de hoy, lugares más remotos, contándonos que “Veía invisibles ciudades / En las Estepas del Asia / La invisible” [“6 canciones rusas”, Al borde de la mar]. Y todo eso se nos quedaría grabado porque Luis Hernández postearía tratándonos de “tú”, porque así de cercano querría que lo sintiéramos, con ese tono conversacional que es tan propio de su poesía.
Y tal como hacía al regalar sus hermosos cuadernos, generoso con sus amigos y con las solicitudes de amistad de desconocidos, a todos los cuales aceptaría, no solo postearía en su muro. Con frecuencia dejaría en los nuestros frases insomnes, siempre ilustradas, para hacernos la vida virtual más grata.
Y cada vez que fuera a mirar el mar, ese espacio de fascinación especialmente para los limeños, nos lo contaría. Y ahora lo reconoceríamos como un surfer pionero, como uno de los primeros en saber que en nuestras olas estaban menos las glorias del Huáscar que las de nuestros deportivos tablistas. Y al lado de esa gloria estaría también la melancolía, como cuando escribió “Hoy das al mar antiguo / De Agua Dulce / El único relato / Solo en la mar / De tarde en Agua Dulce / Enlazas tu corazón a nadie” [“Zweite fassung”, Al borde de la mar].
En el presunto muro de Luis Hernández abundaría la música, que hoy mismo ha retrocedido en las redes, pero que de su mano recobraría vigencia. Compartiría con nosotros conciertos de música clásica que encontraría en YouTube, y también las playlists que armaría en su Spotify. Comentaría sin falta las novedades que aún hoy se descubren de los Beatles, otros jóvenes eternos como él, pero también a sus viejos bien amados Debussy, Chopin, Beethoven, o el más cercano Sibelius.
Le encantarían los superhéroes marginales, como Deadpool o Kick-Ass, tan parecidos en su fragilidad y en su entrega a su Jefe Un Lado del Cielo, o al pianista Shelley Álvarez, sus probables alter egos.
Y de todo esto nos hablaría con su natural irreverencia, y no faltarían frases como “Qué tal viejo, che’ su madre”, que él utilizó cuando a nadie más se le ocurría integrarlas en siempre solemnes textos poéticos. Todos esos “che’ su madre” que hoy abundan en las redes, él los leería con enorme complacencia.
Epigramático, sentimental, próximo, cosmopolita, musical y sobre todo irreverente, así sería el siempre joven Luis Hernández en nuestras redes. Y sería también muy popular, y de seguro su fan page, que sin duda tendría, se llamaría, cómo no, Vox horrísona. Y allí, en su imagen de portada estaría, sobre un fondo lila, aquello que escribió en Charlie Melnik y que hoy podríamos decir también de él: “Como cuando vivías / Cantarás. / Aunque no vuelvas”.
* Texto de Anahí Barrionuevo leído en la presentación del libro Vox horrísona, realizada el 28 de julio de 2018 en la Feria Internacional del Libro de Lima.