Por Bruno Polack
“El arte es la única ocupación que permite al adulto seguir jugando”, le leí decir hace unos días a una artista finlandesa justo cuando acababa de terminar de leer el último libro de Lizardo Cruzado. Sin duda, fina la finesa. Certera. Volví a leer la sentencia con el libro entre las manos y sabía que, de alguna manera, lo dicho involucraba a la poesía en general, pero muy en particular al nuevo libro de Lizardo, así como al primer libro de Lizardo, así como a la fama de niño-genio de Lizardo.
Pero hay una diferencia sustancial con la idea planteada por la artista, porque es cierto que el arte es una ocupación que nos permite seguir jugando, sin embargo la poesía (lo entendí todavía con el libro en la mano) va mucho más allá, la poesía no es un “seguir jugando”, no es ni siquiera un “recordar el juego”, la poesía es “revivir el juego”. Es recuperar por algunos segundos, allí donde las palabras forman la combinación exacta, pasajes amados de nuestra infancia y tocarlos con todas sus peculiaridades, pero con la conciencia del ahora. En suma, recuperar nuestra vida al menos por algunos segundos. Y esto es notorio, absolutamente vívido, en este nuevo libro de Lizardo Cruzado, que a modo de manual de conjuros mágicos nos presenta algunos poemas que devienen en luminosos dioramas y nos hace ser parte de escenas sencillas y maravillosas de su niñez trujillana.
Yo también fui de aquellos omnívoros lectores juveniles que siguió con atención la leyenda urbana de Lizardo y pudo leer, en una pésima e incompleta fotocopia preuniversitaria, la mítica primera edición de Este es mi cuerpo (1996). Por eso, luego de la sorpresiva alegría, como si de un gol peruano se tratase, porque la anunciada publicación de un nuevo libro (luego de 23 años) se había hecho realidad, me vino la pregunta aguafiestas, también como buen hincha peruano, pero con el deseo enorme de que la respuesta fuera afirmativa: ¿habrá sabido Lizardo sortear en estas páginas la fama que lo precede con su primer libro’? ¿Tendrá esta nueva entrega la misma intensidad y altura?
Entonces se me vino a la mente que sí, que hay antecedentes de ambas cosas en la poesía peruana, de poetas geniales con un único y mítico poemario, como 5 metros de poemas de Oquendo de Amat; y también, pero sobre todo, antecedentes de promisorios y triunfales regresos luego de décadas de silencio. Los más sonados quizá sean los casos de E. A. Westphalen y Rodolfo Hinostroza, o el del propio Watanabe. Me imagino a todos ellos preguntándose para sí, ¿y ahora cómo arreglo el desbarajuste que he armado? ¿Qué se puede publicar luego de libros tan promisorios? Y el silencio prolongado como única respuesta.
La lectura de aquellas fotocopias preuniversitarias había sido para mí la confirmación, en un poeta de los 90 (es decir cercano), de la posibilidad de desacralizar la poesía, de acercarla mucho más a las cosas absolutamente cotidianas. Pero claro, no solo con irreverencia, sino con sentido del humor, con el espíritu del palomilla que vino a reírse en la cara de los comensales en la cena familiar. El sobrino pesado que demuestra lo necesario que es faltar el respeto, pero al mismo tiempo amar la poesía. “Una noche senté a la Belleza en mis piernas. Y la encontré amarga. Y la injurié”.
Nuestra poesía ha “padecido” mucho tiempo de solemnidad. Ha tenido una enorme cara de culo hacia lo no erudito. Pero también es cierto que hay una línea de la familia que ha precedido esta tarea y ha soltado algunos de los huequitos de la correa del pantalón, como el mismo Oquendo de Amat, como Luis Hernández, como el Toño Cisneros, como Jorge Pimentel. Y aquí viene un quid esencial en la obra de Lizardo Cruzado, lección que deberían tomar en cuenta muchos jóvenes escribanos: es la poesía lo que tiene que invadir lo normal, lo cotidiano; nunca al revés. Desacralizar la poesía no significa desterrarla del poema en el afán de simplificarlo o mundanizarlo. Lo mundano es, o puede ser también, o debe ser también, poético. Lizardo sin duda sabe esto, lo intuye, se intuye en su poesía, se palpa, es palpable, se oye, está en su quehacer poético. Porque Lizardo no solo es irreverente en la forma, sería muy fácil así, no tendría sentido así: es, sobre todo, irreverente con el lenguaje. Despliega una sensibilidad de eterna contradicción, de juego lingüístico, y de fantástica ternura y deslumbramiento.
Pero yendo al punto, Lizardo Cruzado en No he de volver a escribir (2019), libro que divide con todo conocimiento de causa en tres secciones, da una vuelta de tuerca vital que se termina de convertir en el eje central de su nueva propuesta: cómo afronta, como enfrenta, el transcurso del tiempo.
Es cierto, como dice el editor Teo Pinzás en el prólogo, que cada uno de estos tres apartados podría haber sido en sí un libro individual. Sin embargo, estas tres mitades están íntimamente emparentadas e hilvanan, poema a poema, la diversidad de ríos temáticos que el autor nos muestra abiertamente y que van a dar, como el sistema de una cuenca hidrográfica, al gran río de-cómo-el-poeta-percibe-las-cosas-por-el-trascurrir-del-tiempo. Pero el autor no afronta el devenir como una queja o como algo grandilocuente (sabe, desde luego, que este es uno de los grandes temas), sino desde lo absolutamente cotidiano. Es decir, juega de local.
El «Libro de los días”, por ejemplo, la primera sección y la más extensa del libro, podría leerse también como una especie de “diario de hechos asombrosos” en la niñez del poeta hasta su madurez, hasta su mudanza a la ciudad de Lima. Lizardo revive continuamente la casa paterna, el desierto y su arena omnipresente invadiéndolo todo, hasta los mismos juegos infantiles que figuran un mundo de juegos poéticos en sí mismo. Poemas de la casa, del meollo, del poyo del hogar, que traen reminiscencias de otros dos poetas liberteños como Vallejo y Watanabe. La madre como el eje desde el cual se mueve el mundo, el padre distante, la familia, la calle, los vecinos, el árbol, los fantasmas, los apagones, la luz, la chompa tejida por su madre, el fuego, las nubes y el mar cercano, como una gran latencia, pero inconquistable al mismo tiempo. Interminables días de su propio reino primitivo.
Aquella infancia onírica en provincia va dando paso a la adultez en una Lima hostil y reflexiva, apelmazante, lo cual recrudece su voz moderadamente y se dan momentos con atisbos metafísicos. Los días eternos, holgados, como sistema de medición infantil, van dando paso a la segunda parte del libro, el «Libro de las horas”, donde, valga la redundancia cada hora es tomada en cuenta, poetizada. Se vive un día entero, como en el Ulises de Joyce, en la vida del poeta; y Lizardo nos va transportando y de las páginas de un diario pasa a una bitácora, donde da el paso decisivo de la libertad de los arenales a un departamento donde la vida moderna no hace otra cosa que aprisionarnos.
Pero el recuerdo de la niñez sigue reverberando como una patria perdida y, lo que es más importante, el “realismo chistoso” sigue estando vigente para describir los nuevos días de Lizardo, la nueva realidad. El poeta se encuentra “entre dos caminos, entre ser joven y viejo”. Entre lo que el paso de los años le hace al cuerpo, la pérdida de pelo, la acumulación de grasa abdominal; y seguir tirándose pedos a lo largo del libro y masturbándose y teniendo habituales erecciones mañaneras, jugando a que posiblemente aquella sea la última. Mientras el niño que fue sigue siendo protagonista en muchos de los versos; mientras esa ensoñación va confundiéndose con la infancia de sus propios hijos en un constante amanecer. No es casualidad que muchos de sus poemas, justamente terminen con el sol, con un deseo, con una esperanza real de trascendencia, de reinicio.
Lo que nos lleva a la tercera sección, el “Libro de los años”, que no por casualidades del destino Lizardo ha planteado en forma de poema-río. Como la corriente fluvial, que es la alegoría misma del tiempo que todo lo lleva, pero que a su vez, resulta un permanente trascurrir que será siempre perdurable, aquel río que podría hacernos realmente trascender. Todo río no es el mismo, pero es el mismo. Citando a Lizardo “Y aquí estamos, como unos sonsos, preparados para todo, pero no para el tiempo, ni para el agua”.
Y aquí, entonces, No he de volver a escribir, título que encierra una sentencia dura pero creíble, pero también no creíble. Verso pedido prestado a su admirado Lucho Hernández, «¡No he de volver a escribir!», pero que también le pertenece. Porque Lizardo es un poeta que busca constantemente el silencio. Porque se siente que en cada poema de este libro, en cada deslumbramiento, está la presencia fantasmal, pero luminosa, del silencio. Qué es al fin y al cabo la búsqueda real que se emprende con la poesía. Porque, en palabras de Lizardo, “la poesía es el silencio que resta tras / moler las palabras / torturar las palabras / descuartizar las palabras (…) La poesía es la puerta entreabierta / después de todo lo demás”.
* (Texto leído en la presentación de No he de volver a escribir de Lizardo Cruzado, realizada el 22 de noviembre de 2019, a las 6:00 p.m., en la Sala Martín Adán de la Feria Ricardo Palma, en Miraflores)