A Antonio Muñoz Molina, por la explosión

A Rubén Ríos Ávila, por la implosión

 

Mi profesor F. G. había dado clases en la Universidad Sofía Tokio durante treinta años. Tenía la mente más clara que he conocido. Fue él quien me recomendó visitar Japón antes de formalizar mi relación con Hiroo, confiando de ese modo en acelerarme la ruptura que él intuía que habría de llegar. Pero yo lo hice al revés. Primero conviví con Hiroo durante cuatro años en Port Jefferson, Nueva York, y luego planeamos el viaje que, en efecto, nos separaría. Para ser aceptada por su familia tuve que empezar por recuperar mi remota ascendencia japonesa. Metí en la maleta varias fotos de mis primos, en quienes los rasgos orientales sí son evidentes, y alguna de mi padre. Pero, claro está, me abstuve comentar que esa es la parte de la familia a la que no quiero parecerme. De todas formas, Hiroo traducía como le convenía las pocas palabras que —me advirtió— debían salir de mi boca.

Comenzamos nuestros tres meses en Utsunomiya, prefectura de Tochigi, y así, por primera vez, convivimos en su país. Era un apartamento minúsculo. Todo el cuarto de baño estaba contenido dentro de la ducha, y el horno era una especie de cajón. Al levantarnos teníamos que airear el futón en la calle y volver a meterlo de manera que no molestara durante el día. Había que apoyarlo en la pared por su parte horizontal, porque era un futón hecho a medida de Hiroo que, inusualmente alto, tenía que moverse por el apartamento con la cabeza inclinada. Él no había mencionado nunca la estrechez del habitáculo donde viviríamos. La primera casa que conocí al llegar fue la de sus padres, humilde pero amplia, frente a un campo de arroz que ellos mismos cultivaban. Por eso, cuando vi el apartamento que Hiroo había alquilado supuse que se trataba de un lugar de tránsito, y después de unos días pensé que nadie podría vivir allí más de un par de meses. Pero en la segunda semana de mi estancia conocí a una vecina que habitaba sola un espacio contiguo de las mismas dimensiones y, en contra de lo que yo había supuesto, llevaba diez años viviendo allí.

Como Hiroo iba a la universidad por las mañanas, muchas veces yo le esperaba en el apartamento de nuestra vecina, a quien llamaré H. Nunca le pregunté la edad, pero la calculé. Estábamos en 2008 y ella me había dicho que en 1945 tenía trece años. Hablaba inglés porque, exceptuando sus primeros catorce años y sus últimos diez, había vivido siempre en Estados Unidos. Desde la frialdad de su saludo inicial hasta el temblor de lo que terminaría por comprender, pasaron diez semanas.

H. comenzó su relato con la misma frase que repetiría tantas veces después: «Quien no estuvo allí no puede imaginar lo que paso». Leo esta frase en la libreta donde apunté parte de sus confidencias y pienso que quizá por esta razón me ha tomado algunos años decidirme a escribir su testimonio. ¿Cómo contar un hecho que no se puede imaginar? ¿Cómo describir aquello que, incluso para aquellos que sí lo presenciaron, se resiste a ser dicho? Pero siempre hay un átomo fácil dentro de la dificultad, y a él intentaré aferrarme. En este caso es algo que, como mujer, sí puedo concebir y que, más allá de la explosión, marcó la historia de H., un eje al que me agarro mientras voy dando vueltas en este reactor de recuerdos y de notas que tomé durante nuestras conversaciones.

Quien no estuvo allí no puede imaginar lo que pasó. Ella misma, que sí había estado, no sabía de qué manera podía contarlo —añadía a veces, como excusándose—. También solía decir que le habría gustado proyectar los recuerdos directamente en una pantalla. Entonces, explicaba —y aquí se le relajaban los rasgos—, no necesitaría decir nada más, y pasaría su película, con esas imágenes recurrentes que no le daban (¿que no le dan?) tregua, y que desembocaban, día tras día, en el mismo lugar, insospechado hasta nuestra última conversación.

Teniendo en cuenta los datos que me dio, pienso en la película que a H. le habría gustado proyectar. Imaginarme fotogramas a partir de los detalles que fue precisando me ayuda a hilar las piezas deshilvanadas de su historia. Así, la película de H. podría empezar con ella en la cama, un termómetro en la boca. Con esa fiebre hubiese debido quedarse en casa. Tenía solo trece años y le correspondía obedecer a su madre, que no quería llevarla a la escuela. Pero H. insistió tanto, que a las ocho en punto, después de una hora en el auto, ya estaba sentada frente a su pupitre. Esa desobediencia la marcará hasta los créditos del final. Exactamente quince minutos y diecisiete segundos más tarde William Sterling Parsons, capitán del Enola Gay, arrojaba la bomba, y comenzaba a seguir en los medidores los segundos que el artefacto tardaría en descender desde los 9.470 metros de altitud a los que volaba el avión hasta los 600 metros en que se había predeterminado la detonación. Los tripulantes habían previsto que la explosión ocurriría a los 42 segundos. A los 43 se pusieron nerviosos. En la máxima tensión seguían mentalmente el conteo de los medidores. Con 3 segundos de diferencia, el experimento funcionó: en el instante en que alcanzaron a contar 45 segundos, H. salió disparada hacia otra aula. Al volver en sí H. miro alrededor y ya no había nadie ni nada en pie. La escuela era ya toda patio, un patio sin juegos abierto a la ciudad también abierta. De los ciento cincuenta alumnos que eran, H. supo después que solo ella salió andando. En lo que había sido un baño vio un bulto desnudo que se le acercaba. Le pedía agua. Se asustó. Tenía la cabeza tan hinchada que triplicaba su tamaño. Solo cuando el bulto dijo su nombre, reconoció que era su profesora. Corrió.

Tras el lanzamiento, el Enola Gay había iniciado la maniobra de escape, trazando un giro de 155° hacia el noroeste. La tripulación se puso las gafas oscuras mientras esperaba el impacto de la onda expansiva, que les alcanzó después de un minuto, cuando ya se hallaban a nueve millas de distancia. Para H., los datos fueron mucho menos precisos. No sabía cuánto tiempo permaneció inconsciente, ni cuándo salió de la escuela. Recordaba que los relojes estaban todos parados a la misma hora: 8:16. Pero no se explicaba cómo encontró el hospital. Quizá la llevó alguien que tampoco recordaba. Las semanas que siguieron, hacinada con otros heridos, también son imprecisas. Más tarde se supo que en aquellos primeros días había solo un médico por cada tres mil víctimas. Aunque entonces lo ignoraba, tenía más quemaduras en un 70 % del cuerpo. Después de algunos días sus ojos se sellaron. No podía abrirlos. Pensó que se había quedado ciega. No había medicamentos ni calmantes para el dolor. La única medicina que le administraban era el cambio de postura. Alguien llegaba de tanto en tanto y la movía. Pero los dolores eran tan intensos que cuando le daban la vuelta no sabía si la colocaban bocarriba o bocabajo. Todo el cuerpo le ardía por igual, y nada podía incrementar su dolor, así que el pecho, el vientre, las rodillas eran la misma placa ardiente que la espalda, las nalgas, la parte posterior de las piernas. H. sentía que había perdido el relieve que, empujadas por el dolor, su parte delantera y su parte trasera se habían juntado, hasta hacer de ella una plancha plana de incandescencia uniforme. Supo que empezaba a recuperarse el primer día en que sintió la humedad de su orina. Entonces fue capaz de deducir su postura. Si la orina resbalaba hacia abajo, estaba bocarriba. Si salía para formar directamente un charco, estaba bocabajo. Cuando se los limpiaron, pudo abrir los ojos, y cuando el dolor decreció lo suficiente como para permitirle un movimiento, incorporó la cabeza para verse toda la carne viva y descubrir que aunque mantenía las formas en todas sus extremidades, desde la parte baja del vientre hasta sus ingles había un amarillo irreconocible. La hinchazón era tan grande que no podía estar segura, pero todo parecía indicar que la bomba se había ensañado principalmente con su sexo.

A veces le contaba a Hiroo mis conversaciones con la vecina. Él nunca decía nada, pero cuando regresaba, sudado, después de estacionar su caballo (como él llamaba, en español, a su bicicleta de carrera), me dejaba sobre la mesa algunas hojas que imprimía en la universidad, desde el artículo de John Hersey para el New Yorker hasta extractos de documentales y testimonios anónimos. De este modo supe que los bultos irreconocibles que necesitan decir su nombre para identificarse no eran solo una expresión de H. Las imágenes más concretas y poderosas, que yo creía logros suyos, se repetían en testimonios de diferentes personas. En aquel momento le di la explicación que me pareció más lógica. Pensé que lo indecible podía ser la causa de que los mismos supervivientes se prestaran las expresiones más efectivas, creando así un idioma del horror: el idioma más nuevo, el que se aprende de repente, el que no se transmite de padres a hijos, sino de testigo a testigo. En ese idioma, «un bulto con la cabeza tan hinchada que triplica su tamaño» solo puede ser expresado como «un bulto con la cabeza tan hinchada que triplica su tamaño». No existen las expresiones equivalentes. Es una lengua sin sinónimos.

En la película de H. los heridos caminan entre los muertos pidiendo perdón. De este modo la educaron, avergonzándose por haberse salvado. En las imprentas de los periódicos suprimieron los caracteres de «bombardeo atómico» y «radiactividad», y el Gobierno evito la palabra «superviviente» por respeto a los más de doscientos mil muertos. En el artículo de Hersey leí que hibakusha significa «persona afectada por una explosión». Siendo así, este término esquiva no solo el dolor, sino el milagro de la supervivencia. Dos letras podrían cambiarlo todo: «Persona afectada por la explosión», pero decir «una explosión» parece referirse a un estallido cualquiera, al del calamar que en la sartén toca el aceite, o al de un petardo que alguien sostiene en la mano en una fiesta de cumpleaños. Traté de averiguar preguntándole a H. cómo se mostraría la diferencia del artículo en esa palabra, pero no entendí la explicación, o ella no me entendió a mí. Sí me quedó claro que le disgustaba el término. «Si yo tuviera que darnos un nombre –leo en una de mis notas traducida ya al español– nos llamaría «los que llevamos la bomba adentro», porque en la mañana que un bombardero lanzó a Little Boy fue solo el inicio de la detonación». Pienso en un Big Bang invertido que hora a hora encogía (¿encoge?) un trozo más del universo en el cuerpo de H., para que cualquier día, no se sabe cuándo, reviente por fin.

Tras el final de la guerra, veinticinco chicas fueron seleccionadas para viajar a Estados Unidos y ser sometidas a una serie de operaciones de cirugía estética, destinadas a atenuar el rastro de la bomba. Fueron conocidas como «Las doncellas de Hiroshima». H. las envidió. Seguía por la televisión todos sus pasos, las veía salir del avión, tímidas, cabizbajas, recibidas con ramos de flores en el país que les intentaría devolver las sonrisas en las mismas bocas que antes había desfigurado. H. quería formar parte de aquella selección pero, por razones que aún no entendía, nunca la habrían admitido. Sin embargo, las imágenes de las veinticinco doncellas la llevaron a iniciar unos años de ahorro. Comenzó a guardar todo el dinero que le regalaban, y cuando tuvo edad de trabajar se empleó tantas horas como le permitieron, pensando siempre en las operaciones que más tarde ella misma llegaría a costearse. Algunos cambios fundamentales en su cara y, sobre todo, la reconstitución de su sexo.

Pese a los muchos años transcurridos H. conservaba todavía alguna de sus cicatrices. Las mostraba sin maquillaje. Un queloide rojizo que ocupaba una de sus mejillas y tenía la forma del continente africano, y un tacto resinoso. En Japón esas cicatrices fueron durante mucho tiempo inconfundibles. Por ellas, temiendo las secuelas del mal atómico, los pervivientes comenzaron a ser excluidos. No encontraban trabajo, y las oficinas matrimoniales, que por entonces concertaban buena parte de los matrimonios, empezaron a rechazar a los supervivientes que buscaban cónyuge, anticipando que sus hijos nacerían con malformaciones. En la película de H. aparece su prima embarazada. Su barriga, en lugar de crecer, empieza a achicarse a partir del sexto mes. Como arrepentido, el vientre deshace sus pasos desde el feto hasta esperma, para alcanzar la añorada forma plana previa a la gestación.

Vuelvo a ese átomo fácil que me permite agarrar la historia de H. y que me impactó más que la bomba que no viví. El núcleo empático surgió el último día que nos vimos. Aquel día es una ventosa abierta en mi memoria, que succiona el recuerdo de H. y lo sostiene por el mismo medio que las ventosas en las patas de un animalito le agarran para no caer: el vacío.

Pero hablar de nuestro átomo compartido requiere que me remonte a los orígenes de una asociación peculiar, cuyas integrantes desconocían la historia de H. Cuando H. creó la asociación, hacía veinte años que había dejado su país, y lo único que admitió en un principio fue que era, como ellas, una hibakucha. Recién cumplidos los quince años, adoptada por una familia, aterrizó en el país invasor, como si ella y la bomba fueran dos brazos del mismo boomerang que regresa a la mano que lo lanzó. Contaba que en la nueva escuela sus compañeros querían ser futbolistas, astronautas, maestros. Ella solo quería ser abuela porque los médicos siempre le dijeron que la radiación acabaría manifestándose más pronto que tarde. Además de las operaciones estéticas voluntarias sufrió otras muchas obligadas, operaciones decisivas para la vida o la muerte y, cuando la conocí, seguía contrayendo nuevas enfermedades. Había aprendido a abrirles la puerta en silencio, como a mí, con una taza de té, tranquila como si cada una fuera la última. Todas las enfermedades eran bien recibidas, excepto una: la pérdida de su hijo. Un hijo atómico difícil de comprender, pero de cuya pérdida puede apropiarse cualquiera. Una pérdida tan real como la cantidad de hierro que se me va cada veintiocho días. Todavía hoy, de vez en cuando, el recuerdo de H. se me aparece entre las piernas, en una compresa empapada y roja, que tiro en el desagüe estigio que deshace lo mismo a muertos que a no nacidos.

A medida que pasaban los años, la pérdida corroía cada vez más a H., y un día pensó que quizá el contacto con otras madres en una situación similar la aliviaría, en el calor de aquellas que lloraban, en el campo enemigo, la muerte de un hijo. Así surgió la idea. Me dijo H. que al buscar nombres para la asociación ninguno le convino mejor que aquel con que los norteamericanos habían bautizado a la bomba, y así la llamo: Little Boy.

El único día que salí con H. fuimos al mercado de Tokio. Había que ir muy temprano. Aún era de noche cuando comencé a vestirme en silencio, para no despertar a Hiroo. Todavía hoy el mercado sería el primer sitio al que regresaría en Tokio. El pescado se exhibía por secciones, según la especie. En un lado los peces aguja, en otro los salmones. Había grandes áreas verdes dedicadas a las algas. Alguna vez, en un camión, pasaba una ballena. De acuerdo con la disposición de la mercancía, el mercado de Tokio es un museo que organiza lo que en otras pescaderías parece un bazar. Recuerdo que aquel día un turista inglés se me acercó a preguntarme algo, seguramente animado por mis rasgos occidentales. Antes de separarnos, me dijo que me había escuchado hablando con H., y me dio la enhorabuena por mi dominio del japonés. No era la primera vez que me lo decían, y me reí, porque H. y yo nos comunicábamos en lo que yo creía inglés. Como yo había aprendido inglés con Hiroo, que tampoco lo hablaba bien, durante mucho tiempo ese idioma fue un esfuerzo malogrado que me permitía comunicarme correctamente solo con japoneses. Dejé de reírme cuando comprendí que ese idioma intermedio era un reflejo del limbo conceptual que nos retenía a Hiroo y a mí. No nos entendíamos. No es que no nos lleváramos bien. Tampoco se debía a diferencias culturales, sino que nuestros cerebros parecían estar en el mismo estrato evolutivo de dos planetas diferentes. Con H. tenía la misma sensación, y muchas de las cosas que me fue diciendo no las entendí. Si las hubiera, al menos, interpretado mal, las habría escrito en mi libreta, pero lo que con otra persona podía ser una interrogación, una discusión, con ella, como con Hiroo, era un stop, una inclinación de respeto a otro tipo de inteligencia y, finalmente, una resignación al aislamiento.

El mismo día en que me enteré de que la asociación terminaría por disolverse, H. me dijo que en varias ocasiones había pensado contar a las otras chicas su experiencia, pero no era fácil, se justificaba. Temía que la apartaran, que la expulsaran del grupo que ella misma había creado y la desterraran de ese proyecto donde había puesto lo poquito que le quedaba de energía no solo para ella, sino para las demás. Imagino que por la misma razón se reservó su caso también conmigo. Pero, antes de eso, me describió cómo Little Boy fue creciendo, con más éxito del que ella había previsto en un principio porque, al poco tiempo, empezaron a llamar madres.

Miro mi libreta de notas. En la cubierta pegué la foto de una pintura del periodo Edo. Es una caza de ballenas. El agua debería estar roja. Pero el rojo en el mar apagaría los tonos ocres de la costa. La estética es el pulso de Japón. La visión de esta pintura me hace recordar algo que H. también repetía a menudo: en Japón la belleza de la laca en las casas cubre las maderas podridas con que han sido levantadas. Pero H. no estaba recubierta por ningún barniz. En su cara mostraba lo que era. No hay mayor franqueza que la que dejó la bomba. La bomba desveló la sangre negada de los cetáceos que tiñeron el mar de rojo para decir: «soy yo el verdadero pincel, el de los pelos de uranio».

H. se fijaba mucho en la voz de los otros. Decía que la explosión podía no haber marcado la piel de una hibakusha, pero siempre marcaba su voz. La descripción que me hizo la primera madre que la llamó empezaba por su sonido. Un timbre melódico pero irregular, que intentaba evitar la exaltación de las primeras palabras. Contaba H. que cuando conoció a J. no podía creer que aquella primera voz había llegado, que en aquel momento estuviera unida por la línea telefónica a una madre igual que ella, la primera boca que sonaba a lo que ella sonaba, que despedía un hálito que posiblemente olería a lo mismo que el suyo. Olí el hálito de H. y apunté: entre raíz y muela, el hálito que despiden las muertas vivientes. Recuerdo ahora que H. me contó que durante los días posteriores a la explosión la gente caminaba con los brazos extendidos hacia delante. Los que habían quedado lo hacían para no tropezarse en el camino con otros supervivientes, pero también quienes conservaban la vista extendían de la misma manera los brazos quemados y viscosos, para evitar que se les pegaran al tronco.

J. no había sido marcada por Little Boy, sino por otra bomba: la lluvia. Aquel líquido negro, espeso, que siguió a la explosión. La gente dejó que las mojara y J., como tantos, no protegió a su bebe. No podía saber que ese fluido aceitoso, que muchos incluso bebieron, traía una bomba en cada gota, una ametralladora de úlceras y cánceres que al principio no se veían, pero que de un día para otro brotaban fuertes como patatas. Me impactó esa capacidad de reciclaje que describía H. Todo fue así durante muchos años: la gente estaba bien y, de repente, ya no estaba. Así que no todo fue sinceridad en la bomba: la apariencia, el movimiento, no servían ya para distinguir a los vivos de los cadáveres, y el bebe de J. pasó los primeros seis meses tan visiblemente sano como calladamente muerto.

J. y H. tuvieron su primer encuentro en el banco de un parque. En la película de H. a los árboles de los parques no les queda ni una sola hoja. En el punto de impacto la temperatura de la tierra llego a los 4.000 °C. La temperatura máxima de la superficie del Sol es de 5.800 °C; a los 1.500 °C el hierro se funde. Como los bultos de cabezas tan hinchadas que triplican su tamaño, hay otros personajes que pasean por los testimonios. Son aquellos que miraban al cielo mientras caía la bomba, y que se mencionan siempre con palabras muy concretas: un verbo —sujetar—, un nombre en plural —ojos—, otro verbo —salir— y otro nombre —órbitas—. Tras dejar la escuela el día de la explosión, H. recuerda haberse cruzado con hombres y mujeres que deambulaban sujetándose los ojos con las manos para que no se les salieran de las órbitas. Los ojos de H. eran tan negros que parecían huecos.

Little Boy se me hacía más visible en cada visita a H. Puesto que lo que H. me contaba había sucedido entre 1945 y 1963, a veces me angustió pensar que veía algo que ya no era, la luz que llega de un sol apagado. Aún no sabía que desde aquella explosión no existe para nuestra raza peligro de oscuridad. El padre de la bomba atómica trajo la promesa de luz más radical; fue el último mesías, el dios mayor de la física teórica que compartió una fórmula imposible de borrar, un arma cuya existencia no se detuvo en su detonación, sino que inseminó al resto de los países con la rapidez del coito de un conejo. Hoy existen más de veinte mil bombas como las de Hiroshima. Más de veinte mil conejitos folladores y pirómanos que prometen un incendio planetario para hermanarnos en la eyaculación de un mismo Sol.

H. me enseñó algunas fotos de diferentes años, pero todas posteriores al día del ataque. Me sorprendió que me dijera que la bomba había transformado su apariencia positivamente, y que no podía reconocerse en las fotografías anteriores a aquel lunes 6 de agosto. La bomba, me dijo, se atrevió a cambiar partes de ella que aborrecía, y le esbozó nuevos rasgos que más tarde, cuando tuvo el dinero suficiente, la cirugía terminó de fijar. La declaración me pareció dura en exceso, pero entonces yo aún no podía saber que, antes del ataque, H. ya era una víctima y, de todos sus allegados, la bomba fue la única que supo verla como lo que era.

En las fotos H. era hermosa. Lo seguía siendo. No recuerdo en qué momento de nuestra relación me atreví a hacerle la primera pregunta íntima, pero sé que me sorprendió su respuesta porque superaba con creces la intimidad que yo me había permitido. Le pregunte si había vuelto a tener relaciones sexuales. Ella me dijo que había estado con hombres, pero que debieron de ver algo que les asustó. No podía decirlo con seguridad porque no había visto otro sexo femenino, pero pensaba que las operaciones no habían tenido el éxito que le prometieron. Desde entonces era la única parte que no permitía que le viera nadie, ni siquiera un médico. De acuerdo con eso, pensé, ninguna de las enfermedades debía de haberle entrado por ahí. El sexo de H. había sido fuerte como un refugio atómico, solo que, lastimosamente, nadie quería entrar en él.

De una empatía surgida naturalmente entre H. y J., se derivó cierto entusiasmo por poner en marcha Little Boy. H. me contó que, de todas las madres que conoció después, J. era la que mayor confianza le inspiraba, y precisamente por ello se le hizo más difícil mantenerle oculto su caso. J., dentro de su tragedia, tenía ganas de vivir, y se esforzó por contactar con otras madres, mujeres que vivían encogidas, agazapadas detrás de paredes, de armarios, de juguetes antiguos; mujeres invisibles que andaban a la caza de algún espectro al que agarrarse, y que lloraban la ausencia de una aparición como se llora una segunda pérdida.

S. fue la tercera mujer que se unió al grupo. H. y J. fueron a verla a su casa. Era una casa normal. Cuando la muerte es reciente, todos los miembros se envuelven en un halo aciago, sentido por algunos, impuesto en los más lejanos o jóvenes, pero aceptado por todos, que entienden que es así como debe ser. En las casas donde la muerte es remota todo se torna normal, excepto por uno de sus muebles: la madre. H. contaba que S. no estaba nerviosa, sino rígida, muy seria, quizá desconfiada de que Little Boy cambiara en algo su rutina, un saco de horas que iba cargándose a la espalda como quien se quita las moscas de encima. Su salón olía a calabaza asada. H. me dijo que en el hospital oyó que la gente desenterraba de las antiguas huertas las calabazas inmaduras que el fuego había asado.

H. oyó muchas cosas en el hospital. Recordaba que un hombre contó que, al llegar a su casa una semana después de la explosión, encontró la pelvis de su mujer en el solar, que era cuanto quedaba del edificio. Pero añadía aquel señor que no fue esa visión lo que le marcó. Lo que le despertaba por las noches era revivir el momento en que, al agarrar la pelvis para meterla en un cubo, se quemó la mano. Después de siete días, todavía estaba caliente. Cuando H. comenzó a recuperarse, la pelvis le seguía quemando, y pensó que por alguna razón aquellos huesos debían de conservar el calor mejor que otros. Sin embargo, me contó que a partir de la bomba perdió todo apetito sexual. Por su edad, solo había respondido a su instinto mediante la masturbación, pero el último ardor de su sexo no fue sexual, sino febril. Ya en los primeros días de seminconsciencia, cuando su mente aún no sabía lo que sabía su cuerpo, entró en fases delirantes, en las que se filtraba el miedo a las consecuencias de su nuevo estado, y en su convalecencia comprobó que, si bien su atracción por los chicos, sus sentimientos, seguían siendo los mismos, la libido había desaparecido. Igual que si hubiera perdido una pierna. Como había oído casos de víctimas que durante algún tiempo notaban ciertas sensaciones en el miembro amputado, esperó el síndrome del miembro fantasma. Lo esperó durante años, sin querer escuchar que la sensación del miembro fantasma suele aparecer poco después de la pérdida. Prefería seguir considerándose, al menos en ese sentido, afortunada. La percepción en una pierna que no está no sirve de nada, nunca podrá dar un paso o acompañar a la otra pierna; sin embargo —se decía esperanzada— la percepción de un sexo amputado será suficiente para levantar la cosquilla del orgasmo. Cuando fue despidiéndose de esta esperanza, deseó sentirlo al menos una última vez. Pero padeció muchos síndromes, sin llegar a conocer aquel. Estaba definitivamente amputada, como una escultura griega que lleva, en su belleza, su pena: aquel abrazo imposible de la Venus de Milo.

No recuerdo con exactitud cuándo comprendí lo que H. me había dicho. He de suponer que fue algo progresivo, algo que fui asimilando imperceptiblemente hasta que se me manifestó del modo más natural. Sí recuerdo que en un instante lo entendí todo y, a pesar de que ella todavía no lo había mencionado, sentí que no habíamos dejado de hablarlo. El mutismo de H. al respecto me había estado hablando con su órgano más elocuente: el silencio. Vuelvo entonces sobre mis pasos y rectifico. Si la pena de H. estuviera en algún sitio, no estaría en el abrazo imposible de la Venus griega sino en el pene perdido del Apolo Belvedere, salvo por un detalle: lo que en otro muchacho habría sido pena, en H. fue alivio. El día en que H. pudo al fin contarlo, yo ya lo sabía. No hubo sorpresa ni drama por mi parte, solo muchas preguntas agolpadas en mi cabeza, que ella fue respondiendo al concretar algunos detalles. Me dio entrada, entonces sí, a su mundo más íntimo, al que pasé sin la rigidez con que anteriormente le había preguntado sobre sus relaciones sexuales.

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